doi.org/10.15178/va.2019.149
INVESTIGACIÓN

LESZEK KOŁAKOWSKI: RACIONALIDAD COMUNICATIVA VERSUS MITO

LESZEK KOŁKOWSKI: PHILOSOPHY AND THE YEARNING FOR ABSOLUTE

LESZEK KOŁAKOWSKI: RACIONALIDADE COMUNICATIVA VERSUS MITO

Saturnino Javier Moreno Barreto1

1Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). España.

RESUMEN
En filosofía llamamos absoluto a aquello que está desligado del todo, lo que es por sí mismo sin relación a nada. Lo absoluto es, entonces y por definición, inefable e incomunicable, siendo solo posible desvelar sus contornos a través del mito. Sin mito, señala Leszek Kołakowski (1927-2009), no es posible el conocimiento. En este trabajo veremos que el pensamiento del filósofo polaco se deja articular en torno al problema del fundamento y los límites del saber. Se trata de una cuestión que entendió como el anhelo de la filosofía: dar razón de ese absoluto que se manifiesta en la filosofía de la historia bajo el aspecto de la utopía de la fraternidad, y en la epistemología como la utopía de la certeza. Defenderemos, sin embargo, que ese no puede ser el anhelo de la filosofía, pues, en cuanto pretende proveer conocimientos, no puede evadir los límites de la intersubjetividad. En consecuencia, expondremos que la teoría de la acción comunicativa formulada por Jürgen Habermas da mejor cuenta de una racionalidad que encuentra en la comunicación ordinaria la facultad de dar y pedir razones sobre aquello que consideramos verdadero y correcto.

PALABRAS CLAVE: utopía, absoluto, moral, fundamentación, mito, epistemología, religión

ABSTRACT
In philosophy, we call the absolute to that which is detached from everything, that is by itself unrelated to anything. The absolute is, then and by definition, ineffable and incommunicable. It is only possible to reveal its contours through the myth. Without myth, says Leszek Kołakowski (1927-2009), knowledge is not possible. In this work, we will see that the thought of the Polish philosopher is articulated around the problem of the foundation and the limits of knowledge. It is a question that he understood as the longing of philosophy: to give a reason for that absolute that manifests itself in the philosophy of history under the aspect of the utopia of fraternity, and in epistemology as the utopia of certainty. We will defend, however, that this cannot be the longing of philosophy, since, inasmuch it pretends to provide knowledge, it cannot evade the limits of intersubjectivity. Consequently, we will explain that the theory of communicative action formulated by Jürgen Habermas provides a better account of a rationality that finds in ordinary communication the faculty of giving and asking for reasons about what we consider true and correct.

KEY WORDS: utopia, absolute, moral, foundation, myth, epistemology, religion

RESUME
Em filosofia chamamos absoluto aquele que está desligado do ¨Tudo¨, o que e por se mesmo sem relação a nada. O absoluto e, então e por definição, inefável e incomunicável, somente sendo possível desvelar seus contornos através do mito. Sem mito, assinala Leszek Kołakowski (1927-2009), não é possível o conhecimento. Em este trabalho veremos que o pensamento do filosofo polaco se articula em torno ao problema do fundamento e os limites do saber. Se trata de uma questão que entendeu como o anelo da filosofia: dar razão de este absoluto que se manifesta na filosofia da história sob o aspecto da utopia da fraternidade, e na epistemologia como a utopia da certeza. Defenderemos, não obstante, que esse não pode ser o anelo da filosofia pois, enquanto pretende prover conhecimentos não pode evadir os limites da intersubjetividade. Em consequência, exporemos que a teoria da ação comunicativa formulada por Jürgen Habermas encaixa melhor à uma racionalidade que encontra na comunicação ordinária da faculdade de dar e pedir razões sobre aquilo que consideramos verdadeiro e correto.

PALAVRAS CHAVE: Utopia, absoluto, moral, fundamentação, mito, epistemologia, religião

Como citar el artículo: Moreno Barreto, S. J. (2019). Leszek Kołakowski: racionalidad comunicativa versus mito. [Leszek Kołakowski: philosophy and the yearning for absolute]. Vivat Academia. Revista de Comunicación, (149), 109-125.
doi: http://doi.org/10.15178/va.2019.149.109-125
Recuperado de http://www.vivatacademia.net/index.php/vivat/article/view/1162

Correspondencia: Saturnino Javier Moreno Barreto. Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). España.
smoreno142@alumno.uned.es

Recibido: 25/02/2019
Aceptado: 06/06/2019
Publicado: 15/12/2019

1. INTRODUCCIÓN

El cambio de paradigma desde una filosofía centrada en el sujeto a una filosofía entendida en términos de una racionalidad ya inserta en el lenguaje ordinario ha permitido a Jürgen Habermas desarrollar una ambiciosa teoría social y política centrada en el fenómeno de la comunicación (Habermas, 2010). En este nuevo paradigma, la racionalidad se estudia en el marco de una teoría de la argumentación en la que el juego de intercambiar razones valida, siempre de forma provisional, nuestro conocimiento del mundo, de la sociedad y de las certezas normativas.
Frente a este giro comunicativo de la teoría filosófica emerge la crítica de los que hallan en algún tipo de absoluto la única referencia capaz de fundamentar de forma definitiva nuestras certezas. Así, frente a ese acuerdo siempre precario que proporciona la acción comunicativa, emerge ese Si Dios no existe todo está permitido que enarbola Leszek Kołakowski (Radom, 23 de octubre de 1927 - Oxford, 17 de julio de 2009).
Esta crítica es particularmente pertinente en las sociedades europeas actuales en las que vuelve a situarse en el primer plano de la discusión pública la necesidad de reconsiderar aquellos valores que fundamentan la convivencia de personas que no comparten idéntica visión del mundo. Frente a los que defienden una vuelta a la religión, a valores forjados en una visión de la historia recortada a las necesidades del momento o a la dialéctica del amigo y enemigo, es pertinente seguir defendiendo los valores ilustrados de libertad, igualdad y justicia, los cuales se expresan, a nuestro juicio, en el acto de una comunicación libre y sin restricciones.
Queremos comenzar con un somero análisis de “El sacerdote y el bufón”, un artículo escrito en 1959 y capital para apreciar la evolución del pensamiento de Ko?akowski. En él, nuestro autor se cuestiona sobre la naturaleza de aquellos enigmas que de manera perenne forman parte de la cultura humana, unas cuestiones originariamente expresadas mediante mitos y luego canalizadas a través de la teología y la filosofía (Kołakowski, 1970). Se trata de asuntos tales como la escatología, la teodicea, la relación entre determinismo y libertad, la idea del pecado original o el fundamento último del conocimiento, ideas todas ellas orientadas a satisfacer la necesidad humana de dotar al mundo de sentido. En la época en que escribió este texto, Kołakowski pertenecía aún al frente filosófico de la Academia Polaca de la Ciencia, órgano dependiente del Partido Comunista Polaco, y cuyo fin era combatir las corrientes idealistas de la filosofía polaca, particularmente la bien asentada filosofía neotomista (Jordan, 1963). En este marco se le demandaba liquidar las cuestiones religiosas como planteamientos idealistas incompatibles con una visión materialista de la naturaleza y la historia. Pero, lejos de ello, va a defender la tesis de que ese anhelo por desentrañar tales cuestiones responde a una aspiración inerradicable de la experiencia humana, una aspiración con la que la ciencia, incluido el marxismo, puede convivir, pero que en ningún caso puede suprimir.
Señala Kołakowski que este anhelo de un absoluto que fundamente todos los conocimientos y establezca la distinción entre el bien y el mal ha sido asumido por la filosofía de la historia y por la teoría del conocimiento, canales a través de los cuales discurren las ideas que originariamente formaron parte, primero del mito, y luego de la teología. En la filosofía de la historia se presenta bajo la forma de pregunta sobre una racionalidad en la historia que nos asegure que esta dirige su marcha hacia el pleno desarrollo de los valores humanos. La pregunta por la racionalidad en la historia es la pregunta por si la vida humana tiene algún sentido o se limita a ser un accidente en el que los sucesos carecen de trascendencia alguna.
De esta forma, señala Kołakowski, la filosofía de la historia ha venido a ocupar el lugar de la escatología cristiana tras la muerte filosófica de Dios iniciada en el siglo XVIII, asumiendo la idea de que el final de la historia supondría la resolución de todos los conflictos existentes, lo que hará posible “un estado de inacabable felicidad y de infinita beatitud” (Kołakowski, 1970, p. 283). Esta escatología se expresa en filosofía a través de la idea de la utopía, una reelaboración de la cuestión del pecado original, de lo satánico en la naturaleza humana que se rebela ante la omnipotencia del absoluto (Kołakowski, 1970, p. 294). Y una utopía que se convierte en una teodicea, en cuanto quiere dar razón de los males que suceden en el camino hacia el fin, como demanda el mito del que es deudora. La escatología y la teodicea permiten a la filosofía política deducir valores de los hechos, una herencia del pensamiento mágico que se resiste a ser abolido por el racionalismo (Kołakowski, 1970, pp. 288-289).
En la teoría del conocimiento, la otra gran rama de la filosofía, el mito y la teología se manifiestan, fundamentalmente, en el problema de la revelación, que no es otro que el de hallar aquel conocimiento incondicional e indiscutible que pueda ser el fundamento de todos los saberes y que además nos permita experimentar la idea de que al menos algo existe. La fórmula más importante de este anhelo la constituye el cogito cartesiano, reactualizado por el positivismo, el más logrado intento de un sucedáneo laicista de la revelación (Kołakowski, 1970, pp. 294-299).
Sin embargo este anhelo de absoluto que se expresa en la filosofía de la historia y en la teoría del conocimiento plantea a la filosofía un problema estructural: ¿puede un lenguaje contingente como el humano expresar lo absoluto, es decir, aquello que es ajeno a lo contingente? ¿No encuentra la comunicación su límite precisamente en aquello que es inexpresable?

2. OBJETIVOS

En este texto pretendemos exponer de forma crítica los principales argumentos del filósofo polaco para demostrar sus insuficiencias y, al tiempo, defender que una teoría de la acción comunicativa da mejor respuesta a los principios de autonomía y universalidad que constituyen los presupuestos sin los cuales no es posible concebir unas relaciones sociales basadas en la inclusividad y el reconocimiento mutuo.
Mostraremos cómo el pensamiento de Kołakowski se deja articular en torno a la cuestión de los límites del conocimiento y de la necesidad de un absoluto que dé razón de todo el saber. Asimismo, mostraremos que, contra la tesis de Kołakowski respecto a la imposibilidad de fundamentación última de los preceptos morales y políticos sin referencia a un mito, una filosofía basada en la racionalidad comunicativa puede aspirar a una fundamentación del saber y del deber sin recurrir a otras consideraciones que las que presupone cualquier acto de comunicación. Se trata, es cierto, de una fundamentación precaria que no pueda expresarse en los términos fuertes de una razón trascendente. Pero una fundamentación así goza de la ventaja de dar mejor respuesta a los imperativos de autonomía, universalidad y pluralismo con los que debe regirse la convivencia en la sociedad moderna.

3. METODOLOGÍA

A partir de la introducción, en la que hemos expuesto los términos del seminal artículo “El Sacerdote y el bufón”, mostraremos cómo la discusión sobre la utopía de la fraternidad y la utopía epistemológica se articulan en la obra de Kołakowski. Con el análisis de su obra Horror Metaphysicus veremos qué motiva el anhelo de absoluto en la filosofía y las causas por las que, a su juicio, el discurso argumental no puede dar respuesta a esos anhelos. A continuación, con el análisis de La presencia del mito mostraremos cómo nuestro autor plantea la cuestión de la fundamentación última del conocimiento. Finalmente, discutiremos las dificultades de aceptar una fundamentación de la racionalidad basada en el mito y defenderemos la adecuación de una teoría de la acción comunicativa para dar cuenta de una racionalidad que se expresa en términos procedimentales.

4. DISCUSIÓN

4.1. La utopía política de la fraternidad

Principales corrientes del marxismo, tal vez su obra más importante en filosofía política, aborda la cuestión de las tendencias de la teoría marxista que explican el desarrollo desde el humanismo hasta la dictadura de Stalin (Kołakowski, 1980, 2982, 1983). La respuesta se halla, señala Kołakowski, en su antropología, vertebrada en torno a los extremos del determinismo y el utopismo, así como en la concepción de la historia como el tránsito dialéctico desde la imperfección humana a la completa realización de las aspiraciones de libertad e igualdad. Se trata de una concepción de la historia que, como ya señaló en su obra de 1959, es deudora de los esquemas teológicos del pecado y la redención.
Kołakowski quiere poner de relieve la cuestión de que, a diferencia del mito religioso, que sitúa la armonía final fuera de la historia humana, el marxismo supone la realización de esa armonía en la propia historia, lo que, a su juicio, predispone a la teoría hacia su deriva totalitaria. La tesis de nuestro autor va en la línea de afirmar que, aunque Marx no lo pretendiera, no es posible concebir ese ideal de fraternidad universal terrenal sin recurrir a alguna forma de tiranía. En una argumentación original, aunque un tanto forzada, Kołakowski entiende que, a pesar de su planteamiento materialista, el marxismo no puede desprenderse del concepto de una esencia que se desarrolla en el curso de la historia, esencia capaz de desplegar todas sus potencialidades hasta conseguir una existencia sin conflicto y en perfecta armonía. La cuestión es que, a diferencia del mito religioso cristiano, el motivo fáustico-prometeico de la filosofía marxista contiene una fe en las ilimitadas facultades del ser humano, sin referencias a sus limitaciones y finitud, algo que es constitutivo del mito religioso cristiano bajo la idea del pecado original (Kołakowski, 1980, p. 406).
El filósofo polaco relata de manera pormenorizada cómo la idea del Absoluto potencial que se actualiza en la historia vertebra toda la filosofía medieval, correspondiendo a los filósofos ilustrados el mérito de secularizar la idea despojándola del mito de la armonía natural. Desde entonces, ya no fue defendible la tesis de una vuelta a un supuesto estado natural de perfección, por lo que toda la esperanza de la salvación mirará hacia el futuro en forma de utopía (Kołakowski, 1980, p. 50). El contexto de acción pasa a ser ahora la historia concebida como la lucha del espíritu por su libertad, una teodicea en la que el mal es el factor del progreso de la totalidad.
Esta utopía social se expresa en Marx, sigue nuestro autor, no como una idea reguladora que sirva para orientar la conducta en una determinada dirección, sino como la convicción, científicamente avalada, de que es posible alcanzar ese estado de cosas (Kołakowski, 2007, p. 20). Esta concepción de la historia y la política ni tan siquiera es exclusiva del marxismo, pues Kołakowski la observa en la práctica totalidad de los discursos políticos, conservadores o progresistas, ya sea mostrando la historia como el relato del paraíso perdido y de la lucha por poner fin a ese destierro, o bien como la realización de una utopía en la que se dará satisfacción a exigencias no cumplidas. Señala que el cristianismo inauguró ambos caminos, primero como relato del destierro colectivo de un pueblo y, después, como afirmación de una utopía basada en la santidad y la salvación personal (Kołakowski, 2000, p. 123).
Nuestro autor se apresura a mostrar que bajo este esquema de una escatología no es difícil entender cómo el estalinismo pudo convertir el marxismo en una tiranía sin distorsionar demasiado la tesis de partida, pues, si como señaló el propio Marx, el conflicto había sido una constante en la historia humana y su cese no tendría lugar hasta alcanzar el comunismo, era sencillo deducir que, alcanzado el comunismo, el conflicto solo podía explicarse como una disonancia resultante de la supervivencia de vestigios del capitalismo. La forma más evidente y sencilla de hacer frente a estos vestigios consistió en institucionalizar la fraternidad, lo cual supuso el camino directo hacia el despotismo totalitario. Y es que Marx, apunta Ko?akowski, no percibió que podían existir tensiones y sufrimientos en la experiencia humana que no se derivan necesariamente de la existencia de la propiedad privada. Si se omite el mal intrínseco, la resultante es que suprimiendo los conflictos se suprime necesariamente la vida misma.
Kołakowski volverá de manera reiterada a esta cuestión en varios de los últimos artículos de su vida. En “La política, esa idolatrada” (1986) recurre al concepto kantiano de “mal inherente” para hallar el elemento que imposibilita la utopía fraternal (Kołakowski, 2007), elemento que da sentido a la escatología cristiana, pero que apenas encuentra resonancias en la literatura filosófico salvo en la obra de Kant. A su juicio, tanto liberales como socialistas han confiado a lo largo de la historia en la posibilidad de un mundo donde se realicen la libertad, la justicia, la igualdad, la paz, la fraternidad y el bienestar, llevando así a feliz término aquello para lo que ya estaba predispuesta la naturaleza humana. Frente a ellos, los conservadores les han reprochado de modo sistemático la omisión del mal inherente, es decir, la presencia del egoísmo y de un desmedido deseo de dominación en la naturaleza humana. Kołakowski considera que la experiencia humana se mueve entre esas dos posturas contradictorias (Kołakowski, 2007, p. 160), por lo que toda utopía de la fraternidad, que es el absoluto de la racionalidad en la historia, tiene que abocar, necesariamente, a la tiranía.
Lo que subyace en el planteamiento de Kołakowski es la perspectiva de una filosofía centrada en el sujeto, de tal forma que el progreso se explica como el tránsito de un macrosujeto que despliega sus potencialidades en una historia entendida de modo dialéctico (Benhabib, 1986). Ese macrosujeto se materializa en el mito de la redención de la humanidad en la filosofía cristiana, en el despliegue del espíritu absoluto hegeliano o en la lucha de clases marxista. Se trata, en todo caso, de la humanidad entendida como un único sujeto, un planteamiento teórico que no puede dar cuenta de la pluralidad de la experiencia humana. Al mismo tiempo, este planteamiento constituye una visión que, en mayor o menor medida, apela a un concepto de la esencia humana que Kołakowski parece limitarse a matizar, pero en ningún caso superar a través de una concepción alternativa del desarrollo histórico como el logro de acuerdos alcanzados comunicativamente. Es decir, la filosofía de Kołakowski sigue siendo tan deudora de la filosofía centrada en el sujeto como pueda serlo la del propio Marx. Y una filosofía centrada en el sujeto aboca necesariamente a la supresión de la comunicación o a la reducción de esta a la mera transmisión de información. Tendremos que volver sobre ello.

4.1. La utopía de la certeza

Frente al anhelo de la utopía política, la epistemológica consiste en la búsqueda de la certeza absoluta, de la fuente definitiva del conocimiento humano (Kołakowski, 2007, p. 14). El padre de la utopía epistemológica moderna es Descartes y su mejor sucesor, señala, es la filosofía positivista en su vertiente cientificista, una línea de pensamiento en la que nuestro autor pone de relieve el nada oculto interés de esta doctrina por marginar las cuestiones morales, políticas y religiosas al considerarlas carentes de sentido. Sin embargo, es bien sabido que el positivismo no pudo ir más allá de decretar que el método científico es la vía que nos permite certificar como válido cualquier enunciado que hagamos sobre un hecho, a condición de que tal hecho sea empíricamente observable. El problema radica en que dicho postulado no es un enunciado empíricamente verificable. Es decir, desde el propio punto de vista positivista, el decreto no provee ningún tipo de conocimiento, sino que se constituye en otra forma de metafísica.
Kołakowski no duda que el positivismo haya supuesto una depuración del método científico y gracias a eso prospere la ciencia, lo cual se traduce en el desarrollo de un mayor número de habilidades para habérselas con un importante conjunto de cuestiones que afectan a la vida cotidiana. Pero esto no sirve para conceder al positivismo que el resto de las cuestiones que no se ajustan a ese patrón puedan ser clausuradas por estar mal formadas.
Kołakowski defiende certeramente que hay al menos dos tipos de problemas cuya satisfacción depende de asegurar algún tipo de convicción sobre una serie de ideas y valores que no producen fenómenos verificables. Se trata de la cuestión existencial que habría de resolver la situación de fragilidad del ser humano en el mundo, para lo que se requiere de la existencia de un absoluto más allá de la mente humana, y la cuestión de cuál ha de ser nuestro comportamiento respecto de nosotros mismos y del resto de los seres, lo cual exige demostrar que existen mandatos morales que no dependen de nuestra voluntad. Estima que tales cuestiones, las religiosas y las morales, no pueden ser resueltas por la ciencia, por la razón de que, a diferencia de lo que sucede con los fenómenos naturales, en asuntos éticos y existenciales falla el principio del acuerdo intersubjetivo sobre asuntos en los que no podemos contar con la presencia de fenómenos verificables. La razón estriba en que los objetos propios de la religión y de la ética son valores e ideas, y para alcanzar un acuerdo respecto de ellos no nos basta, a su juicio, ni con la convicción de vivir en un mundo de fenómenos sistemáticos ni de disponer de un lenguaje capaz del acuerdo intersubjetivo.
Sin embargo, Kołakowski no acierta a explicar por qué no es posible un acuerdo intersubjetivo en cuestiones morales, pues si bien es cierto que en este ámbito resulta fútil apelar a un mundo fenoménico idéntico para todos, no se puede pasar por alto el hecho de que los individuos se desempeñan en un mundo social regido por normas compartidas y que reconocen como dignas de respeto. Así, si bien es cierto que el acuerdo religioso solo es posible entre aquellos que comparten igual marco de creencias, el acuerdo moral es posible de alcanzar entre personas que pertenezcan a distintas culturas o tengan diferente visión del mundo. Y en ambos casos siempre es posible el diálogo y la comunicación aunque en los asuntos más controvertidos se parta del supuesto de que no es posible el acuerdo último.

4.3. Horror metafísico

Sin embargo, es mérito de Kołakowski abordar la cuestión de por qué esas preguntas que evaden el marco de lo que es científicamente observable se mantienen en el pensamiento desde los orígenes de la existencia humana. Nuestro autor va a hallar el motivo en la condición antropológica del ser humano, en la conciencia de su propia fragilidad, en la permanente sensación de precariedad sobre nuestro destino y en la falibilidad de nuestros conocimientos. La pregunta moral y la pregunta religiosa son la reacción a la sensación de vivir en el exilio de un paraíso que debería estar a nuestro alcance, idea que ha inspirado el pensamiento filosófico desde Plotino a Sartre (Kołakowski, 1990, pp. 24-30).
La sensación de fragilidad nace exclusivamente de la incertidumbre sobre el universo en su conjunto, sobre el orden o la ausencia de orden que le es inmanente y, también, sobre la pervivencia y naturaleza de nuestro propio yo. Pero cuando tratamos de afrontar estas incertidumbres tropezamos con la ausencia de medios para resolverlas y, de continuo, nos vemos abocados a una suerte de horror metafísico. Veamos por qué.
Ko?akowski señala que, como observó Descartes, la certeza primaria y genuina es la de un yo que piensa. Es cierto, continúa, que esa certeza no puede servir para fundamentar todo el conocimiento. No obstante, esa conciencia del yo es la única certidumbre que podemos tener (Kołakowski, 1990, p. 33). A partir de esa certeza, si pensáramos que todos los objetos del mundo son ilusorios, nuestra vida no cambiaría gran cosa, a condición de que podamos seguir interactuando con éxito con los objetos, o con las ilusiones de los objetos. Esa es la verdad del pragmatismo. Cosa muy distinta sucedería si tomáramos conciencia de que el resto de las personas, salvo uno mismo, es también producto de nuestra ilusión. Eso cambiaría por completo nuestra vida, porque al tomar conciencia de nuestra exclusiva existencia nos abrumaría un sentimiento de insoportable soledad producto de que, en realidad, somos nada. Este es un aspecto del horror metafísico: la conciencia del yo es conciencia de la nada si no hay algún otro absoluto (Kołakowski, 1990, pp. 33-39).
Ese otro absoluto es la clave para resolver nuestra situación de incertidumbre y, por tanto, no resulta extraño que sobre esa idea se haya desarrollado toda la metafísica desde los tiempos más remotos. Durante siglos, la filosofía ha logrado alcanzar el consenso de que tal Absoluto debe ser causa de todo lo demás y, en consecuencia, existir de forma necesaria. De ambas ideas se deducen necesariamente sus caracteres de “autosuficiencia, impasibilidad, infinitud, unicidad, pura actualidad, atemporalidad [y] simplicidad” (Kołakowski, 1990, p. 47). El problema, apunta Kołakowski, es que, con el reconocimiento de tales caracteres no hay forma de eludir la consecuencia de que ese absoluto, como resultado de su perfección, es pura armonía sin tensiones, es decir, nada (Kołakowski, 1990, p. 51). Y de la nada no hay forma de explicar cómo ese absoluto puede crear el universo, cómo puede haber alguna distinción entre el bien y el mal que no sea relativa o cómo puede darnos alguna certidumbre. Volvemos así, nuevamente, al horror metafísico de la conciencia de la nada.
Este continuo encuentro con el horror metafísico es el resultado de la carencia de un lenguaje absoluto que nos permita acceder a la existencia y a la trascendencia tal cual son, lo que limita a la filosofía a expresar las intuiciones, incluso las más genuinas, en un lenguaje histórico y, por tanto, contingente. Y este lenguaje, señala Kołakowski, no puede ser apto para habérselas con cuestiones que, por definición, no se dejan asir por los conceptos (Kłakowski, 1990, pp. 19-20). Ese límite de lo que es comunicable se constituye en el motivo por el que la filosofía fracasa en su utopía epistemológica. Fracaso que se convierte en tragedia cuando trata de sustituir el orden mítico del mundo, que resuelve todas nuestras inquietudes, por otro orden racional, pero que no resuelve ningún enigma. Por eso,
El pecado original de la filosofía (o de la Ilustración) consistió en renunciar a este orden para construir otro, arraigado únicamente en la Razón; ello equivale a tratar de usurpar los derechos divinos, o a levantar una torre que alcance el cielo (Kołakowski, 1990, p. 129).
Si tratamos de traducir el mito al lenguaje argumental, dice Kołakowski, la bondad intrínseca pasa a definirse como armonía suprema y ésta como la ausencia de tensiones, es decir, como la nada. Y de esta forma se llega al punto de partida: la nada no puede explicar la existencia (Kołakowski, 1990, p. 50).

4.4. La presencia del mito

Observamos así un importante cambio en la argumentación de Kołakowski. En La filosofía positivista se puede observar el exquisito cuidado con el que distingue el positivismo del racionalismo. Sin embargo, ese mismo año de 1966 escribió un pequeño volumen no publicado hasta 1972. Se trata de La presencia del mito, en el que Kołakowski desarrolla sistemáticamente la tesis de que el mito es el único elemento capaz de dotar de sentido a toda la realidad, entendiendo por mito las construcciones que, como ser, verdad o valor nos permiten armonizar “los componentes condicionados y mudables de la experiencia” (Kołakowski, 2000, p. 9).
El sentido del mundo, que descubre el mito, propicia, además, la confianza en que los valores humanos perduren más allá de la posible desaparición de la realidad física, es decir, que los mencionados verdad, ser o valor hallen un asidero más allá de la contingente existencia humana.
La necesidad de encontrar el sentido del todo se hace aún más acuciante ante lo que experimentamos como un fenómeno de indiferencia del mundo. Se trata de una de las experiencias elementales de la existencia humana, que se expresa a través de las negatividades de la vida, en particular de la anticipación de nuestra propia muerte (Kołakowski, 2000, pp. 91 y ss.). Según nuestro autor, la experiencia de la indiferencia del mundo nos pone ante una alternativa: “O logramos superar la ajenidad de las cosas organizándolas en el mito, o encubrimos esa experiencia en un complicado sistema de instituciones que desgastan la vida en la facticidad de lo cotidiano”. (Kołakowski, 2000, p. 105).
El mito no es una especie de expediente que se adopte más o menos conscientemente para estructurar la realidad ni algo que pueda decretarse desde alguna institución, pues esto le haría perder su eficacia. Por el contrario, la actitud hacia el mito ha de nacer de un acto de fe, porque el mito no es un saber y, por tanto, no necesita de justificación racional; con la caridad, porque el mito nos impele a una unión total con el objeto de nuestro deseo, que es el mencionado arraigo en el ser (Kołakowski, 2000, p. 63). Es decir, el mito, en su propia esencia, niega la validez de la comunicación en aquellos ámbitos en los que opera. Y esto es así en la medida en que, como hemos hecho, definimos la comunicación como el acto de dar y pedir razones.
A diferencia del mito, la ciencia, como ya entendió Kant, solo puede producir un conocimiento de realidades condicionadas, pues el conocimiento de un objeto incluye conocer de qué es causa. No es posible el conocimiento científico de lo incondicionado, de aquello que no es causado, por eso la ciencia tiene que convivir con un mito orientado a “descubrir la realidad incondicionada que presta sentido a la realidad condicionada” (Kołakowski, 2000, p. 13). Y es que, frente al entendimiento analítico, que es el órgano con el que la cultura, a través de la ciencia, trata de dominar la naturaleza por medio de su explicación, el mito trata de comprenderlo.
Sin embargo, cabe preguntarse si, en este planteamiento, las cuestiones morales y políticas caen del lado de la ciencia o del mito. Kołakowski señala que si bien es cierto que se pueden imponerse restricciones pragmáticas al conocimiento teórico, más difícil resulta imponer restricciones análogas a los mandatos prácticos, pues respecto del bien no tenemos ni la ayuda de la lógica ni la de las percepciones compartidas de un mundo de objetos que se nos presenta a todos por igual. Así, dice, a nuestro juicio equivocadamente, que el lenguaje sobre los valores no puede sostenerse sin una intuición innata o la existencia de Dios (Kołakowski, 2009, pp. 188-189), pues, en su consideración, solo a través de la referencia a un absoluto cabe establecer la distinción entre el bien y el mal, contrarrestando la ideología ilustrada, para la que las únicas normas válidas son aquellas que el ser humano se da a sí mismo (Kołakowski, 1997, pp. 28-29). Ya hemos señalado, y volveremos a hacerlo, que el acuerdo en cuestiones morales puede sostenerse en percepciones compartidas respecto del valor de la justicia, lo cual impone restricciones pragmáticas al pensamiento político y moral.
Pero, al rechazar esto, Kołakowski debe recurrir al culto religioso para encontrar en el tabú el pilar que sostiene un sistema moral que quiera distinguirse de un sistema penal basado en el mero respeto a la ley. Un tabú que funciona como el vínculo necesario entre el culto de la realidad eterna y el conocimiento del bien y que tiene como contrapartida la conciencia de la culpa (Kołakowski, 2009, pp. 193-195).
Efectivamente, nuestro autor considera que la base del sentimiento moral es el hecho de sentirse culpable por la comisión de un mal (Kołakowski, 2007, p. 172). Esta mala conciencia, dice, solo puede manifestarse a condición de que, de alguna manera, se conozca la diferencia entre el bien y el mal y, sobre todo, teniendo la certeza de que esa distinción no es fruto del propio deseo. Así, Kołakowski rechaza la idea de deducir el sentido de la responsabilidad de unas reglas que hemos creado nosotros mismos pues, de ser así, el concepto de responsabilidad quedaría vacío, sin sentido ni contenido (Kołakowski, 2007, p. 173). Considera que para experimentar la responsabilidad tiene que haber unas reglas que, de alguna manera, no hayamos creado, pues si tuviéramos la convicción de que las hemos creado nosotros, las podríamos cambiar a conveniencia y eso haría que la responsabilidad y el sentimiento culpable por un acto se desvanecieran (Kołakowski, 2007, p. 175). El tabú, cuyo origen se desconoce, realiza, para Ko?akowski, esa función. Quien quiera actuar moralmente debe guiarse por la convicción, la fe, de que tales mandatos están más allá de la voluntad humana y que su vigencia no puede ser alterada por las contingencias vitales, entre las cuales se incluyen los actos comunicativos. Es decir, el tabú se sitúa más allá de lo que es comunicable.

4.5. La utopía de la comunicación

El propio Kołakowski señaló en alguna ocasión que tanto la utopía política de la fraternidad universal como la utopía filosófica de la certeza absoluta ya no gozan en el ámbito académico de la misma estima que en otro tiempo (Kołakowski, 2007, p. 17). En efecto, no abundan teorías políticas utópicas como la que representó el marxismo, ni proyectos filosóficos como el que en su momento intentó Husserl. O, al menos, ya no tienen la vitalidad que tuvieron antaño. Es posible que esto obedezca a que la filosofía haya entendido que su objetivo no es la búsqueda de una verdad sustantiva, pues esa búsqueda no podrá culminar con un resultado que sea generalmente aceptado (Kołakowski, 2007, pp. 17-19).
Sin embargo, esta afirmación no debe conducirnos a la conclusión precipitada de que Kołakowski aceptaría de buen grado la tesis de una época posmetafísica de la filosofía, en los términos en que la ha planteado Jürgen Habermas (1999). Y mucho menos de una filosofía que busca la racionalidad en los presupuestos irrebasables de todo acto comunicativo (Habermas, 2010). Por el contrario, el conjunto de la obra del filósofo polaco es una defensa de la filosofía que anhela el absoluto.
Sin embargo, una vez que se acepta la tesis de la impenetrabilidad comunicativa del mito, no es fácil entender cuál es el papel que corresponde a esa filosofía posmítica que nos propone. Es decir, una filosofía que, siguiendo el programa kołakowskiano, reconozca que el mito ya nos provee de cuanto sentido podamos demandar y que no se precisa de ninguna traducción al lenguaje argumental. El destino de la filosofía sería el ya decretado por Ludwig Wittgenstein cuando dijo que de lo que no se podía hablar, lo mejor era callar.
Es muy poco probable que incluso los filósofos que se dedican al estudio de la religión quisieran optar por un programa que niega la comunicación, sobre todo los que no acepten la visión dicotómica que Kołakowski establece entre el mito, entendido como un ámbito infranqueable para la argumentación, y una racionalidad entendida en términos tan sustantivos y trascendentales. Tal es el caso de Carlos Gómez, para el que incluso sería posible el tratamiento argumental del misterio, a condición de que se despojara a esa palabra de sus connotaciones dogmáticas, de su definición como aquello en lo que está prohibido el pensamiento y el habla. En este sentido, el misterio se correspondería con las cuestiones que ponen el mundo en cuestión, lo que, a priori, no implica ni una sumisión de la racionalidad argumental al dogma religioso (Gómez, 2007, pp. 280-283) ni tampoco la sumisión del legado religioso a una racionalidad omnipotente. Incluso la religión puede ser materia susceptible del intercambio de razones, de una comunicación alentada por el deseo de un consenso que tampoco tiene por qué ser el fin último en unas cuestiones en las que las creencias subjetivas tienen un importante peso.
Pero es mucho menos probable que los que se dedican a las cuestiones sociales y políticas, las más susceptibles de las utopías de la fraternidad, acepten el silencio como proyecto filosófico. Se puede aceptar, con Kołakowski, que el mito nos provea de una explicación del origen de la sociedad, la cultura y el Estado, que sea el principal factor motivacional de la buena voluntad y hasta que el ámbito del culto religioso nos provea del más logrado orden de sentido, un orden en el que hechos y valores están tan inextricablemente unidos que en un simple acto de percepción intuimos lo malo y lo bueno. Sin embargo, se podría argumentar, a pesar de Kołakowski, que ese orden de sentido no congenia ni con el principio de autonomía ni con el de universalidad ni con el de pluralismo. Así, en un contexto democrático, solo podemos llamar normas válidas a aquellas que los individuos se dan a sí mismos y que a) cumplen por la conciencia del deber (normas morales) o b) porque son la expresión de un interés general (normas políticas). Pero no pueden aspirar a reconocimiento general aquellas normas que se expresan como un mandato que ha de cumplirse porque así Dios lo quiere. Kant vinculó la autonomía moral con el concepto de la dignidad de la persona al afirmar que el ser humano existe como un fin en sí mismo, y no tan solo como un medio. Como fin en sí mismo, la persona ha de asumir como propio ese mandato divino, hasta el punto de aceptarlo con independencia de su origen. Cualquier heteronomía quiebra inmediatamente el principio de la dignidad de la persona.
Los principios de autonomía, universalidad y pluralidad están enlazados, en la medida en que es el principio de autonomía el que, en una sociedad diversa y plural, exige que la norma deba ser válida para cualquier persona con independencia de sus creencias. Cabe pesar que, en una comunidad religiosa aislada e impermeable, todos los individuos acepten en su fuero interno que las normas de su religión son justas y dignas de ser cumplidas. Pero si abandonamos el supuesto de esa comunidad religiosa y nos situamos en las sociedades plurales de nuestro tiempo, los problemas de legitimidad que pudieran surgir ya no podrían ser resueltos apelando a ese orden común de sentido. Solo es posible superar los desacuerdos apelando a nuestras competencias comunicativas, a nuestra capacidad de dar y pedir razones y a nuestra habilidad para alcanzar acuerdos y para expresar lingüísticamente nuestros desacuerdos.
El principio de autonomía ha de redefinirse, entonces, en nuevos términos, pues el hecho del pluralismo hace necesario incluir, de forma efectiva, la perspectiva de todos los demás. En este sentido, Habermas reinterpreta la autonomía a la luz de la noción piagetiana de descentramiento: el individuo se hace autónomo en la medida de que se desliga progresivamente de la comprensión ego y etnocéntrica de sí mismo y del mundo y es capaz de distinguir entre un mundo objetivo, un mundo social y un mundo interior, de tal forma que pueda llevar a cabo un desempeño discursivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica. Ser autónomo significa ser capaz de dar y exigir razones respecto del mundo de los objetos, del mundo de las normas y del mundo de los valores (Habermas, 2008). Ser autónomo significa, en definitiva, ser capaz de comunicarse con los demás.
Por eso, es desmesurado afirmar que la Ilustración constituyó una catástrofe por haber sustituido ese orden de sentido que provee la religión por otro orden basado en la razón. En primer lugar, no es manifiesto que a la Ilustración se le pueda imputar haber inventado el pluralismo ni haber quebrado el orden de sentido religioso. Los conflictos motivados por distintas interpretaciones de lo que es válido y vinculante tuvieron motivaciones que no tienen que ver con la filosofía del siglo XVIII. Lo que pretendió Kant con su imperativo categórico fue tratar de devolver un sentido a lo que ya no lo tenía, y si tuvo que recurrir a darle un fundamento racional fue porque el fundamento religioso ya había fracasado. El pluralismo social existió mucho antes que la Ilustración; otra cosa es que, hasta cierto momento, la religión tuviera éxito a la hora de sofocarlo en nombre de unos mitos que ya no eran aceptados por la totalidad de las personas.
Esto no quiere decir, ni Kant lo pretendió, que cualquier imperativo religioso no pueda ser candidato para convertirse en una norma universalmente reconocida, pues Kołakowski tiene razón cuando señala que las máximas elementales de acción surgieron en el marco de un orden religioso y continúan vigentes en la conciencia de creyentes e increyentes. Pero su reconocimiento como normas no dependen ni de su origen ni de que se las piense como independientes de la voluntad humana, como si eso, aparte de poder demostrarse, garantizara que no son arbitrarias.
La filosofía pretende dar respuesta a uno de esos enigmas o una de esas preguntas que forman parte de la cultura humana desde sus inicios, una pregunta a la que Kołakowski, tal vez, no presta la misma atención que a otras similares. Esta pregunta es la de si es posible aspirar a una vida basada en una justicia igual para todos y todas. Una justicia que, en definitiva, se constituye en una utopía comunicativa en la que nuestra habilidad para dar y pedir razones es siempre una flecha indicadora del camino hacia la emancipación y no un punto de llegada que exprese la completa realización de una supuesta esencia humana.

5. CONCLUSIÓN

En este artículo hemos querido contraponer dos perspectivas filosóficas: la que defiende la necesidad de un absoluto que dé cuenta de todo el conocimiento y la que entiende que la filosofía ha de renunciar a semejante pretensión en beneficio de una racionalidad entendida en términos comunicativos. Como representante de la primera perspectiva nos hemos detenido en los argumentos de Leszek Kołakowski, que se dejan resumir en la idea de que la apelación a la verdad última de los hechos del mundo y la certeza de los enunciados de la ética y la política no puede ser verificada en último término sin la referencia a un mito. Sin embargo, hemos visto que la postulación de un absoluto supone concebirlo, necesariamente, como inefable e incomunicable. Hemos defendido que el anhelo de la filosofía no es definir dicho absoluto, pues, en cuanto pretende ser proveedora de conocimientos, no puede renunciar a la intersubjetividad, a la posibilidad de que cualquier conocimiento sea aceptado por todos a través de una deliberación abierta e irrestricta. En consecuencia, alcanzamos la conclusión de que la mejor forma de dar cumplimiento a las exigencias ilustradas de autonomía, universalidad y pluralidad es a través de una racionalidad entendida en términos comunicativos.

REFERENCIAS

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17. Kołakowski, L. (2009). Si Dios no existe… Sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada filosofía de la religión. Madrid: Tecnos.

AUTOR

Saturnino Javier Moreno Barreto: Licenciado en Ciencias de la información por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado en Antropología Social y Cultural por la UNED. Máster en Filosofía Teórico y Práctica por la UNED. Doctorando en Filosofía por la UNED.
smoreno142@alumno.uned.es
Orcid ID: https://orcid.org/0000-0001-6081-8478
Google Scholar: https://scholar.google.es/citations?user=MmS6o0AAAAAJ&hl=es